Es de noche y llueve. Pero no de manera estruendosa, más bien suave, rozando los cristales. Como si fuera un ritmo fijo: plic, plic, plic… El cielo no deja ver la luna, ni siquiera me deja ver mis propias manos. Está oscuro y lo contemplo atemorizada. A pesar de que nada indica que algo malo vaya a pasar, me encuentro inquieta.
Las nubes me despiertan al lanzar un rayo. Entonces todo se ilumina y mi corazón comienza a latir desbocado. ¿Qué es lo que veo? ¿Qué puede ser aquello? Aquello que avanza hacia mí. Una silueta abultada ha nacido del relámpago. Sus manos no son manos, su expresión no expresa nada. Pero siento miedo.
Me aparto de la ventana. No estoy en mi casa. Nunca sueño con mi propia casa. Es otro sitio el que la sustituye siempre, un lugar al que sólo me lleva mi mente para las pesadillas. Sin embargo que esté aquí esta vez tiene otros propósitos. Por primera vez ocurre algo en el exterior de la misma y, por primera vez también, es la propia casa la que me protege.
Sigue lloviendo. Sigo mirando por los cristales. La sombra sigue acercándose, pero nunca llega a tocarme. Un muro invisible nos separa. Una tierra que no deja avanzar a sus pies, ni a mi despegarme de aquella visión.